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Feijóo, Vox y el relato: servir a los yates dividiendo a los camareros

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Feijóo, Vox y el relato: servir a los yates dividiendo a los camareros

Cuando caminas por el puerto de Barcelona no escuchas hablar en catalán, pero tampoco en castellano, ya que los paseos están concurridos por turistas o residentes extranjeros, dueños de exclusivos yates que se encuentran atracados y marcan el paisaje. Nada de esto parece molestar a políticos como Alberto Núñez Feijóo, líder del Partido Popular, que recientemente se ha sumado al auge de los discursos antimigratorios que ya son la norma en buena parte de Europa y EE.UU., planteando medidas como la creación de un visado por puntos condicionado a la "cultura próxima" y a cubrir sectores con "déficit de mano de obra", la expulsión de migrantes delincuentes y la restricción del acceso a ayudas sociales.

Lo cierto es que estas propuestas son falaces: la Ley Orgánica 4/2000 de Extranjería, junto con su reglamento actualizado en noviembre de 2024 (Real Decreto 1155/2024), ya prevé la expulsión en caso de delitos graves y fija condiciones estrictas para el acceso a prestaciones sociales, que dependen de residencia legal, cotización o empadronamiento. Dicho de otro modo: Feijóo no ha presentado un programa, sino que ha limitado a reproducir un argumentario plagado de viejos bulos. Refuerza, para ello, la asociación interesada entre migración y criminalidad y recicla, además, el mantra de las supuestas "paguitas" que, en realidad, nadie recibe sin haber cotizado o acreditado residencia.

En primer lugar, debemos dejar claro que cuando hablamos de migración no estamos ante un fenómeno ajeno o periférico a las relaciones sociales de producción, sino ante una de sus expresiones más crudas. Hablar de inmigración supone hablar del mundo del trabajo. 

Por otra parte, el perfil del inmigrante es claro: la gran mayoría de quienes migran lo hacen empujados por las guerras, la pobreza o la destrucción ambiental; y en los casos menos extremos, igualmente, migran buscando un ascenso social y determinados por un contexto previo de desposesión. En rigor, cuando hablamos de migrantes no estamos hablando de "extranjeros" en un sentido abstracto, sino de trabajadores en condiciones de enorme vulnerabilidad. Los ricos no tienen fronteras. Existen mecanismos como las visas doradas, los permisos de inversión o la doble nacionalidad exprés que permiten a las élites oligárquicas circular sin obstáculos. La migración es pobre y trabajadora; de ahí que no podamos disociar su criminalización de su condición de clase.

La criminalización de la migración solo sirve para disciplinar al conjunto de la clase trabajadora.

En plena crisis estructural del capitalismo occidental —con estancamiento, inflación, guerras y pérdida de hegemonía—, el poder necesita un enemigo interno que divida. Por ello, los migrantes pobres —pero nunca los inversores internacionales—son convertidos en chivos expiatorios, acusados de "robar ayudas" o "delinquir". Pero los verdaderos responsables de la situación son otros: quienes recortan el gasto social, especulan con la vivienda, privatizan lo público, expolian en el Sur Global y promueven el rearme para engordar la industria militar y la OTAN. La criminalización de la migración solo sirve para disciplinar al conjunto de la clase trabajadora, fomentar la competencia interna y evitar la unidad contra quienes realmente han destruido derechos y conquistas.

En España, este uso político de la migración bebe además de una tradición macabra: el franquismo, que unió capital, Iglesia y terratenientes, bajo el aparato primero represivo y después ideológico del fascismo. El régimen del 78 heredó de sus predecesores una base conspirativa donde el enemigo externo o interno —los catalanes, los vascos, los rusos, los comunistas, los judíos o los masones— sirve de cemento para la identidad nacional. España no se nos enseñó como un proyecto de futuro, sino como un refugio frente a "amenazas" difusas. De ahí que el Partido Popular, hijo directo de esa tradición, albergue siempre pulsiones reaccionarias; y que VOX, su escisión, no represente novedad ideológica alguna, sino la agudización, en un nuevo contexto, de una pulsión que siempre estuvo ahí.

No es casual que quienes más agitan el odio contra los magrebíes justifiquen con fervor el genocidio en Gaza, como Ayuso o Vox.

Esta deriva conecta lo interno con lo internacional. Cuando Isabel Díaz Ayuso afirma que los latinoamericanos "no son extranjeros", lo que despliega no es integración, sino una nostalgia imperial reciclada. El falso orgullo colonial reaparece justo cuando los capitales españoles pierden posiciones en América Latina frente a los gobiernos populares que exigen el fin del expolio. Y de ahí resurgen relatos victimistas sobre las "leyendas negras antiespañolas", anacrónicos en un país que convive con estatuas de Bolívar en Cádiz, Martí en Sevilla o San Martín en Madrid. No hablamos de historia ni de supuestas heridas abiertas: esto va de negocios.

Inmigrantes "buenos" y "malos"

La misma lógica opera dentro del Estado: inmigrantes "buenos" (de momento y para dividirlos a todos), los que caben en la fantasía hispánica, frente a inmigrantes "malos", sobre todo musulmanes y magrebíes, convertidos en enemigos internos a partir de un mito que retrotrae al siglo XV: la guerra entre cristianismo e islam como piedra fundacional de la España imperial. Ese delirio, que veíamos ya en Aznar con su apoyo a la invasión criminal de Irak, explica tanto la exclusión social como el apoyo acrítico a los crímenes de Israel. No es casual que quienes más agitan el odio contra los magrebíes justifiquen con fervor el genocidio en Gaza, como Ayuso o Vox. Obviamente, no es amor a los judíos en abstracto —ellos reivindican la España que los expulsó-, sino adhesión a la funcionalidad del proyecto sionista que, de hecho, ha convertido a los musulmanes en "los nuevos judíos". Ahí, vemos clara la distinción que realmente existe entre la "guerra cultural" que nos venden y los auténticos intereses en juego.

El falso orgullo colonial reaparece justo cuando los capitales españoles pierden posiciones en América Latina frente a los gobiernos populares que exigen el fin del expolio.

La migración masiva no es un fenómeno inesperado, sino una necesidad estructural de la propia economía occidental, que se produce además como consecuencia directa de siglos de expolio, saqueo capitalista, guerras impulsadas por intereses imperiales y pobreza impuesta por la deuda y los tratados de libre comercio, que han convertido a millones de seres humanos en desplazados forzosos. Más de 280 millones de personas viven hoy fuera de sus países de origen, según datos del Banco Mundial, y Naciones Unidas prevé que esa cifra aumente. No hay un "modelo migratorio" sino una necesidad estructural, resultado irreversible de la propia historia. Discutir si "deben venir o no" es un debate falaz. Vendrán. La única pregunta posible es cómo integrar no en abstracto, sinoen el movimiento obrero a los migrantes para evitar que el capital divida a la clase obrera, con una parte —los migrantes— explotados sin derechos, y otra —los "nacionales"— disciplinados a través del miedo y la competencia interna.

Los migrantes son trabajadores, víctimas del mismo sistema que condena a la precariedad a los nacidos aquí. Mientras la extrema derecha inventa enemigos y falsos culpables, el capital sigue acumulando. En este terreno, no basta con denunciar la violencia física o el discurso de odio: también es imprescindible señalar los límites del "antirracismo" liberal, que reduce la lucha a lo simbólico, lo institucional o lo meramente cultural. Esto no es una lucha de identidades, sino una lucha de clases. El racismo solo se combate enfrentando las condiciones materiales que lo hacen posible.

Como decíamos, en el puerto de Barcelona no se habla castellano ni catalán… hasta que te encuentras con los migrantes, que también hay en esa zona del puerto, trabajando de camareros en los bares y restaurantes o en las tiendas de souvenirs. Y ellos sí que hablan en castellano, sí que hablan en catalán, porque cuando concluyen su durísima jornada laboral no se esconden en barcos de lujo. Enlatados en el transporte público —donde con suerte un chico venezolano (y esta historia es real) te hace el camino más ameno improvisando un rap sobre la clase obrera—, esos trabajadores vuelven a los barrios donde conviven, hablan, ríen y lloran junto con el resto de ese pueblo que el relato de la (extrema) derecha trata de dividir.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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