El pasado lunes, Pedro Sánchez anunció desde La Moncloa un paquete de nueve medidas para "frenar el genocidio en Gaza" y sancionar al Estado de Israel.
Es la primera vez que un presidente del Gobierno español utiliza esa palabra —genocidio— para referirse a la masacre en curso. Y lo hace en un momento de movilización sostenida en las calles y de creciente rechazo social a la connivencia occidental con Tel Aviv. Pero también lo hace en plena debilidad política: los escándalos de corrupción han desgastado al Ejecutivo, sobre todo entre su base más izquierdista.
En este contexto, el anuncio suena más a gesto de marketing que a acción real. Más allá, las trampas que acompañan a cada medida revelan los límites de un Estado que sigue atado al bloque imperialista y a compromisos estructurales que neutralizan su soberanía, en el caso de que, de verdad, quisiese ser implementada.
Una de esas medidas es el embargo total de armas a Israel. En teoría, debería implicar el cese inmediato de toda complicidad material. Pero España no controla plenamente su propio territorio militar.
Las bases de Rota y Morón, gestionadas por EE.UU. en virtud de un acuerdo que ni siquiera obliga a informar sobre movimientos de tropas o armamento, siguen operando como centros logísticos clave hacia Oriente Medio. ¿Se aplicará allí el embargo? ¿O miraremos hacia otro lado, como ya se hizo con los vuelos secretos de la CIA, cuando aviones de tortura pasaron por Tenerife, Mallorca, Málaga o Barcelona sin que nadie —ni en Moncloa ni en el Parlamento— se diera por enterado? Hoy, igual que entonces, el Gobierno no tiene ni el control ni la voluntad de tenerlo. Y la medida estrella del anuncio se convierte, de nuevo, en una declaración vacía.
Las bases de Rota y Morón, gestionadas por EE.UU. en virtud de un acuerdo que ni siquiera obliga a informar sobre movimientos de tropas o armamento, siguen operando como centros logísticos clave hacia Oriente Medio. ¿Se aplicará allí el embargo? ¿O miraremos hacia otro lado?
Otra medida llamativa es la prohibición de entrada a personas implicadas en el genocidio. ¿Quién define a esas personas? ¿Sobre qué base jurídica? ¿Bastará una denuncia internacional, un informe de una ONG? Nada está claro. Y mientras tanto, la medida opera como lo que es: un eslogan sin consecuencias. En la práctica, nadie esperaba ver a Netanyahu intentando aterrizar en Barajas. Pero con esta medida, el Gobierno puede decir que actúa sin tocar nada. Puede parecer valiente sin incomodar a nadie. Es una lista que no existe para impedir entradas que nunca iban a suceder.
Algo similar ocurre con la prohibición de importar productos de los asentamientos ilegales. A primera vista parece sensata: ¿quién querría vender mercancías cultivadas sobre tierra robada? Pero en la práctica es casi imposible rastrear el origen real de esos productos. Israel lleva años blanqueando el etiquetado: lo que sale de una colonia llega al supermercado con una pegatina que dice simplemente "Israel".
La UE intentó poner orden en 2015, y el Tribunal de Justicia europeo confirmó que el etiquetado correcto era obligatorio. Pero la mayoría de los Estados miembros —España incluida— no lo aplicaron. Después, una iniciativa ciudadana pidió directamente prohibir el comercio con las colonias. La Comisión Europea trató de bloquearla diciendo que afectaría a las relaciones con terceros países. Tuvo que intervenir el Tribunal General de la UE para forzar su registro. Aun así, todo sigue igual.
Se castiga al colono, pero se deja impune a la estructura que lo promueve. Se sanciona la consecuencia, pero se protege la causa. No solo es una medida ineficaz. Es una forma de normalizar el colonialismo, siempre que venga bien empaquetado.
Irlanda fue un paso más allá este año con un proyecto de ley para ilegalizar esas importaciones. España y otros ocho países pidieron a Bruselas explorar mecanismos para cumplir con el derecho internacional. Pero no se ha concretado nada. El acuerdo de asociación con Israel sigue vigente, los puertos europeos siguen abiertos y la ocupación continúa. Además, lo más grave es el marco ideológico que se legitima al distinguir entre productos de colonias ilegales y productos "israelíes", sugiriendo que hay un Israel legítimo separado del proyecto colonial. Se castiga al colono, pero se deja impune a la estructura que lo promueve. Se sanciona la consecuencia, pero se protege la causa. No solo es una medida ineficaz. Es una forma de normalizar el colonialismo, siempre que venga bien empaquetado.
Todo esto ocurre, como decíamos, mientras el Gobierno trata de recomponer su imagen ante un electorado desmovilizado y cada vez más escéptico. En ese contexto, hablar de Gaza permite a Sánchez colocarse en una supuesta superioridad moral sin tocar un solo interés estratégico. Es maquillaje político, una escenificación calculada: aparentar estar del lado correcto de la historia mientras todo sigue en su sitio. El viejo "que algo cambie para que nada cambie" que atraviesa la política española desde la Transición. Pero incluso esa frase, tantas veces usada para consolidar el inmovilismo, revela algo esencial: el cambio, aunque sea mínimo y superficial, no nace de la voluntad del poder, sino de su temor a perderlo. Cada concesión es una confesión de debilidad. Y eso es, en sí mismo, una victoria del pueblo organizado. Por eso es importante no detenerse aquí. Las medidas cosméticas no deben ser aceptadas como meta, sino como el punto de partida para empujar más fuerte. Porque si algo se ha movido, es porque se le ha golpeado. Y eso significa que se puede seguir golpeando hasta que caiga.
Es maquillaje político, una escenificación calculada: aparentar estar del lado correcto de la historia mientras todo sigue en su sitio. El viejo "que algo cambie para que nada cambie" que atraviesa la política española desde la Transición.
Y esa es la clave: aunque estas medidas son débiles, su mera existencia es síntoma de algo más profundo. La presión popular está haciendo mella. Que Pedro Sánchez haya dicho "genocidio" no es una victoria institucional, sino una victoria popular. Estas medidas no habrían llegado sin meses de movilización en las calles. Esta misma semana, la Vuelta ciclista fue interrumpida en Mos, Galicia, como ya ocurrió en Bilbao. Pancartas, bloqueos, protestas que también se han repetido en Asturias. Acciones que han hecho imposible seguir ignorando la indignación. El poder del pueblo organizado obliga a los gobiernos a moverse, aunque sea a regañadientes.
Y eso, en el tablero internacional, tiene un valor político real. Que un Estado miembro de la OTAN use la palabra "genocidio" evidencia una ruptura. Hasta ahora, los crímenes se cubrían con eufemismos: "conflicto complejo", "derecho a defenderse". Nombrar el genocidio rompe ese relato. Igual que lo hizo, en su momento, el reconocimiento del Estado palestino. Tardío y simbólico, sí, pero expresión de que la obediencia automática empieza a resquebrajarse, no porque nuestros gobernantes sean más conscientes, sino porque ya no pueden mirar hacia otro lado sin pagar un coste político.
Las medidas de Sánchez no cambian la realidad. Pero demuestran que la presión puede abrir grietas. El Gobierno no está rompiendo con el sionismo ni con el imperialismo que lo sostiene, pero ya no puede callar sin consecuencias. Y eso importa. Porque donde hay grietas, hay posibilidad de ruptura. Si el pueblo sigue empujando, lo simbólico puede dejar de ser maquillaje y convertirse en herramienta. Los muros no caen por decreto. Caen cuando se los golpea una y otra vez, hasta que ya no pueden sostenerse.