El acuerdo alcanzado entre la Unión Europea y EE.UU., firmado a finales de julio en Escocia por Donald Trump y Ursula Von Der Leyen, consagra una alianza profundamente asimétrica. Bruselas aceptó que la mayoría de sus exportaciones —automóviles, acero, aluminio, aceite de oliva, vino o productos agrícolas— queden sujetas a un arancel fijo del 15 %, en lugar del 30 % que Washington amenazaba con imponer el 1 de agosto. A cambio, los productos estadounidenses entrarán en Europa libres de gravámenes. Se añadieron compromisos de compra energética por más de 700.000 millones y vagas promesas de inversiones y armamento. Aunque algunos bienes —como aeronaves o genéricos— quedaron excluidos.
Sin embargo, el contenido real de este acuerdo no es técnico ni comercial: es político y estratégico. Lo que se consuma no es un pacto entre iguales, sino un acto de vasallaje asumido por parte de las élites europeas. EE.UU. impone; Europa se ve obligada a plegarse. Y aquí, la pregunta que debemos hacernos es: ¿por qué?
La subordinación evidentemente no es nueva, sino que, desde la Segunda Guerra Mundial, Europa ha orbitado alrededor de Washington. Dada la "amenaza compartida", las clases dominantes occidentales, a través de la OTAN y la OCDE, consolidaron una arquitectura que supeditó el desarrollo europeo a los intereses del capital estadounidense. El miedo real no era a una inverosímil "invasión soviética", sino a que los pueblos —inspirados por la resistencia partisana o el socialismo yugoslavo— eligieran caminos de transformación social. El precio: soberanía a cambio de "protección", pero solo para la oligarquía de los imperios decadentes europeos y frente a sus propios pueblos.
Tras la caída del Muro, hubo momentos en que Europa insinuó un camino propio. El rechazo franco-alemán a la invasión de Irak o los discursos sobre un "ejército europeo" pueden ser interpretados como señales de autonomía, en el marco de los propios cálculos estratégicos de las potencias del Viejo Mundo, después de que Saddam Hussein empezara a comerciar petróleo en euros. Ahora bien, ni llegó a haber ruptura con Washington, ni mucho menos se apostó por otro orden. Porque Europa no puede mantener sus privilegios en el marco de otra lógica global: necesita preservar la existente, basada en el saqueo del Sur Global. Y si bien intentaron ejercer un liderazgo propio, al fallar esta estrategia, el liderazgo estadounidense volvió a ser indispensable.
Desde la Segunda Guerra Mundial, Europa ha orbitado alrededor de Washington.
Hoy el enemigo va más allá de Moscú o Pekín: se llama multipolaridad. Y esto ayuda a entender, para aquellos que esgrimen ilusamente que en el mundo actual existen "otros aliados comerciales posibles", por qué la Europa realmente existente y sus instituciones no puede aceptar esas otras opciones.
Lo que ayer fue "contención del comunismo", hoy se rebautiza como "defensa de los valores occidentales" o de "la democracia". Pero el fondo es el mismo: impedir que los pueblos del mundo —y los del propio continente— escapen al orden financiero, militar y comercial de la oligarquía. Los BRICS, con acuerdos entre iguales, monedas alternativas y cooperación energética, amenazan esa arquitectura. Las instituciones europeas lo saben e, incapaces de rebelarse contra sí mismas, se refugian de nuevo bajo el ala de Washington.
Europa aceptó las sanciones a Rusia sin pestañear, asumiendo inflación, desindustrialización y crisis energética. Se destruyó el tejido productivo alemán, se disparó el gasto militar y se recortaron derechos sociales. Pero cuando se planteó una guerra arancelaria con EE.UU., Bruselas pactó dócilmente. ¿Por qué? Porque no es una cuestión de costes, sino de prioridades. Perder el gas barato ruso fue un precio aceptable. Perder el favor del capital norteamericano, no. Los sacrificios, siempre que recaigan sobre la clase trabajadora, son asumibles.
Y eso es precisamente lo que ocurre. Ni Trump ni Von der Leyen ni los CEOs que negocian en Bruselas pagarán las consecuencias de este acuerdo. Las pagarán los agricultores europeos, obligados a competir con productos estadounidenses subsidiados y de estándares más laxos. Las pagarán los pequeños productores estadounidenses, aplastados por las cadenas de distribución. Y, sobre todo, las pagarán las mayorías sociales de ambos lados del Atlántico, convertidas una vez más en carne de ajuste estructural. Porque en el capitalismo occidental las pérdidas se socializan y los beneficios se privatizan.
La verdadera pregunta es por qué Europa acaba por plegarse ante cada provocación. La respuesta es tan sencilla como incómoda: sus oligarquías son conscientes de que el ascenso del mundo multipolar representa una amenaza a su dominio global.
En este escenario, es esperpéntico que los gobiernos europeos echen balones fuera, señalando a Von der Leyen como si todo dependiera de su voluntad. Para empezar, fueron ellos quienes la eligieron: no el pueblo europeo, que no puede designar a la presidenta de la Comisión, sino los Estados miembros, de manera opaca. Pero, sobre todo, porque ocultan que tratados como este deberán ser ratificados por esos mismos gobiernos que se están presentando como víctimas.
No es solo Trump quien impone; son las clases dominantes europeas las que deciden subordinarse a él, por interés propio. Porque si algo ha quedado claro en esta última década es que Washington hace lo que quiere porque Bruselas y las instituciones europeas lo asumen como un mal menor. No hay chantaje posible en este caso sin la asunción de ser chantajeado. Donald Trump no engaña a nadie: se presenta como lo que es, un negociador sin escrúpulos al servicio de los intereses del gran capital estadounidense. La verdadera pregunta es por qué Europa, que se llena la boca hablando de soberanía estratégica y valores democráticos, acaba por plegarse ante cada provocación. La respuesta es tan sencilla como incómoda: sus oligarquías son conscientes de que el ascenso del mundo multipolar representa una amenaza a su dominio global. Necesitan a EE.UU. como músculo de un sistema que se derrumba. Y están dispuestas a entregar economías, derechos e incluso estabilidad, con tal de conservar el viejo orden.
Este acuerdo no es un accidente: es la expresión consciente de una estrategia imperialista en crisis. Una alianza entre las élites transatlánticas para sostener un sistema que se descompone. El capital entiende que está perdiendo su capacidad de gobernar sin violencia. Por eso se rearma, se blinda y se reorganiza. Lo llaman cooperación, pero no es más que una alianza entre saqueadores que ven cómo se les escapa el botín.