
La gran estafa americana: radiografía de la crisis MAGA

Julio de 2025. La bandera roja de MAGA, en referencia a 'Make America Great Again' ('Hacer América Grande de Nuevo', en español), telón de feria que en 2016 cubría multitudes, cuelga hoy hecha jirones sobre un patio de armas donde los propios trumpistas se apuntan entre sí. Elon Musk irrumpe con su 'America Party' (Partido Americano, en español) y alardea de que Tucker Carlson y Marjorie Taylor Greene le seguirán —profecía de Laura Loomer que nadie ha rubricado—, mientras Donald Trump descarta el proyecto de un bufido: "ridículo". Sin embargo, el estrépito revela algo más que una querella de egos: anuncia la posibilidad de un trumpismo sin Trump, preludio perfecto para analizar los límites estructurales que enfrenta este movimiento desde su fundación.
En el arranque del segundo mandato, la consigna 'Make America Great Again' tropieza con una contabilidad inflexible: el arancel universal del 10 % decretado el 5 de abril ya encarece la cesta familiar en unos 2.200 dólares anuales, mientras los modelos de Wharton auguran una merma del 6 % del PIB potencial y del 5 % del salario medio. El déficit comercial repunta hasta 71.500 millones mensuales, la deuda federal supera los 36 billones y, al amparo de un presupuesto militar récord, los 'Big Five' de defensa absorben un tercio de los contratos del Pentágono, mientras Silicon Valley exige su porción del gasto bélico. Dentro de las fronteras, las redadas de ICE en fincas californianas y plantas cárnicas del Medio Oeste —que han vaciado hasta un 70 % de la mano de obra en algunos campos— forzaron a Trump a limitar operativos a las "ciudades santuario", exhibiendo la fractura entre la retórica antimigrante y los intereses del agronegocio. No olvidemos que EE.UU. "se hizo grande", entre otras cosas, gracias al esclavismo y hoy en día, a su correlato: el abuso de la mano de obra barata y con menos derechos de origen migrante.
Este choque no es sólo contable; es la evidencia de un capitalismo fracturado que desmiente la narrativa industrialista de MAGA. Wall Street bate récords de derivados mientras el índice ISM manufacturero se mantiene en zona de contracción, y el 'Big Beautiful Bill' premia con un crédito fiscal del 35 % a las fábricas de chips, engordando los balances de Intel o TSMC sin generar empleo masivo en Ohio o Arizona. Al exterior, la ampliación de los BRICS y el creciente proceso de desdolarización —celebrado en la cumbre de Río como "el fin de la globalización liberal" en palabras del presidente ruso, Vladímir Putin— dibujan un orden multipolar donde los aranceles trumpistas son apenas un peaje adicional. De hecho, paradójicamente, Trump ni siquiera fue nombrado en la cumbre de los BRICS.
EE.UU. "se hizo grande", entre otras cosas, gracias al esclavismo y hoy en día, a su correlato: el abuso de la mano de obra barata y con menos derechos de origen migrante.
Bajo el barniz patriótico, las fracciones del capital —financiero, militar, tecnológico y agroindustrial— compiten por las rentas del Estado, profundizando contradicciones que hacen saltar la costura: ni los muros, ni los subsidios, ni los bombardeos consiguen rescatar una grandeza que ya no descansa en la producción doméstica, sino en la exportación de deuda y de poder militar.
Pero realmente, MAGA, más allá de las cifras, siempre operó como relato. Estudios recientes sobre "nostalgia nacional" muestran que el eslogan activa un anhelo por un pasado idealizado, menos plural y más jerárquico: las emociones nostálgicas se correlacionan con mayor hostilidad racial y apoyo a líderes autoritarios. La gorra roja se convierte así en icono identitario, un "estandarte memético" que permite a sectores de la pequeña burguesía blanca reconocerse como comunidad herida en medio de la financiarización y la desindustrialización.

MAGA, entonces, no describe la economía real; la reinterpreta como agravio. Su utilidad política reside en dividir "por abajo": trabajadores nativos contra migrantes, zonas rurales contra ciudades 'woke', viejas manufacturas contra la costa tecnológica. Al canalizar frustraciones hacia enemigos internos y externos, el trumpismo prolonga la hegemonía del capital sin cuestionar su forma actual.
A su vez, dentro del universo MAGA conviven varias familias que hoy compiten abiertamente por la herencia del movimiento. Al vértice ideológico se sitúan Steve Bannon y Tucker Carlson: el primero opera desde su programa War Room como un ministro sin cartera que predica un "nacional-industrialismo bélico" y exhorta a Trump a contener al 'lobby neocon'; el segundo, tras romper con Fox, se ha erigido en tribuno del desencanto, fustigando las aventuras exteriores del Senado y presentándose como guardián de un populismo "anti-imperial" que, en la práctica, nunca ha gobernado. Ambos encarnan la veta reaccionaria-libertaria que alumbró el trumpismo original, pero ahora se reservan el derecho a bendecir cualquier plataforma —sea trumpista o disidente— capaz de erosionar la disciplina que el presidente impone en su segundo mandato.
Al canalizar frustraciones hacia enemigos internos y externos, el trumpismo prolonga la hegemonía del capital sin cuestionar su forma actual.
Un peldaño más abajo, la batalla se libra en clave de espectáculo permanente. Marjorie Taylor Greene, convertida en la diputada más viral del Capitolio, alterna sorteos de rifles con directos incendiarios y se vende como "voz auténtica del pueblo" frente a los viejos magnates mediáticos; Matt Gaetz, expulsado de la Cámara, combina diatribas anticorrupción con lucrativos contratos de consultoría que explotan la marca MAGA. Ambos mantienen a la base movilizada a golpe de memes y ferias de armas, pero rehúsan definirse: observan, miden audiencias y se reservan la opción de saltar si el viento cambia, encarnando una corriente centrada más en la monetización del desencanto que en un programa coherente.
En el plano institucional, los senadores Ted Cruz y Marco Rubio sostienen el pulso imperial: igual piden bombardear Irán que romper la cadena de suministro tecnológico con China, recordando que el aislacionismo de Bannon y Carlson es más pose que política. Su misión es blindar la continuidad estratégica que garantiza contratos al complejo militar-industrial y a las 'big tech', incluso cuando eso contradiga la retórica productivista de base. Mientras que el último en llegar, Elon Musk, intenta capitalizar el desgaste de la extrema contradicción del movimiento, a través del lanzamiento del 'America Party', que promete financiar primarias contra republicanos "traidores" y presume de encarnar un "trumpismo sin Trump".
Así, entre ideólogos libertarios, celebridades de audiencia y halcones institucionales, se dibuja un triángulo de poder que, lejos de disipar la crisis de MAGA, la profundiza y muestra que tras bambalinas todo es ilusión.

El eslogan de 2015 pretendía recomponer la identidad nacional; diez años después se ha convertido en un campo de batalla entre fracciones del capital —financiera, industrial-militar, tecnológica— y en una jaula de egos que pugnan por apropiarse de un imaginario rentable. Ni los aranceles pueden revivir la industria deslocalizada, ni las deportaciones satisfacen al agronegocio, ni el supuesto aislacionismo detiene la expansión militar. En ese sentido, la gran paradoja es ver a Musk intentando erigirse en heredero de un trumpismo que ya demostró, gobernando, que sus promesas eran puras falacias, completamente irreales.
MAGA revela así su verdadera función, que no es reconstruir el país y menos aún su grandeza, sino reencauzar la rabia popular hacia posturas reaccionarias, con el único fin de mantener intacta la estructura del poder.
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