
El pulso en el mar Rojo: Yemen frente a la decadencia de EE.UU.

El mar Rojo vuelve a convertirse en otro escenario más de la decadencia hegemónica de EE.UU. y de todo el bloque occidental. Tanto con la operación Guardián de la Prosperidad (2023) como con esta ofensiva de Donald Trump, al igual que con las distintas operaciones lideradas por los europeos, vemos un intento desesperado por reafirmar una supremacía que se diluye. Occidente responde con bombas a un golpe material y moral asestado por el país más pobre de Oriente Medio.
El conflicto en Yemen, presentado por la narrativa occidental como una "insurgencia" teledirigida por Teherán, es en realidad una lucha soberana contra el dominio extranjero. Ansar Alá no solo ha consolidado su poder en el país, sino que también ha construido una política exterior propia, capaz de desafiar abiertamente a Israel y EE.UU.
Los ataques contra buques israelíes en el mar Rojo no pueden analizarse sin el contexto del genocidio en Gaza, pero también revelan otra realidad incómoda para Occidente: su creciente y manifiesta incapacidad para controlar una de las rutas comerciales más estratégicas del mundo.
Occidente responde con bombas a un golpe material y moral asestado por el país más pobre de Oriente Medio.
Sitio estratégico
El mar Rojo es un punto de control para el flujo de petróleo y mercancías entre Asia, Europa y África. Yemen ha demostrado su capacidad de interrumpir este tránsito, y con ello, ha puesto en jaque la estabilidad del sistema financiero occidental.
Las grandes navieras han tenido que redirigir sus rutas, encareciendo los costos del comercio global y mostrando la fragilidad de un sistema que, hasta hace poco, se consideraba intocable. Washington, Londres y Bruselas responden con bombardeos, pero la verdadera pregunta es: ¿cuánto tiempo pueden sostener esta ilusión de control?
En esa dirección, la reciente escalada de ataques cruzados entre Yemen y Washington no podemos entenderla como un hecho aislado, sino como una manifestación más de un equilibrio de poder que se resquebraja.
Por otra parte, vemos cómo las alianzas regionales están cambiando el mapa de poder en Asia occidental. La mediación de China en la reconciliación entre Arabia Saudita e Irán, la entrada de Riad en los BRICS, la cooperación militar entre Irán, Rusia y China. Todos estos factores demuestran la erosión del papel de EE.UU. como actor dominante.
Mientras tanto, Washington sigue aferrado a un discurso obsoleto: la "amenaza iraní". Pero la realidad es otra. Lo que EE.UU. teme no es a Irán, sino a un mundo donde su capacidad de chantaje y coerción ya no sea suficiente para dictar las reglas del juego.
El declive de la hegemonía estadounidense en la región también se expresa en la falta de apoyo internacional a su ofensiva. La coalición que EE.UU. intentó conformar para justificar su intervención en el mar Rojo se ha encontrado con la indiferencia de sus propios socios regionales. Ni Arabia Saudita ni Emiratos Árabes Unidos han respaldado de manera decidida la operación, lo que evidencia que la retórica del "peligro iraní" ya no convence a nadie, al menos en esa parte del mundo. La verdadera amenaza para EE.UU. no es un enemigo externo, sino su incapacidad para mantener el alineamiento de quienes antes respondían sin dudar a sus intereses.
Washington, Londres y Bruselas responden con bombardeos. ¿Cuánto tiempo pueden sostener esta ilusión de control?
Ya durante la administración de Obama, Washington había aplicado una estrategia de delegación de conflictos en Oriente Medio, transfiriendo la carga militar a sus aliados regionales. Yemen ha sido uno de los laboratorios de esta política, con EE.UU. apoyando a Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos en una guerra que, lejos de consolidar su dominio, ha fortalecido la resistencia yemení.
La llegada de Biden no cambió esta lógica. Su promesa electoral de desvincularse del conflicto en Yemen se desmoronó ante los hechos. Lejos de retirarse, Washington intensificó su implicación con ataques directos, demostrando que, sin "aliados" dispuestos a hacer el trabajo sucio, su única alternativa es volver a mancharse las manos.
Este modelo de intervención, sin embargo, ha acelerado el desmoronamiento del dominio estadounidense, empujando a sus propios socios a explorar otros caminos. Arabia Saudita, otrora pilar de la estrategia de Washington, ha diversificado sus alianzas, firmando acuerdos con China y Rusia, y desmarcándose de los conflictos que ya no le reportan beneficios. El ingreso de Riad en los BRICS no es solo un movimiento económico, sino un símbolo del principio del fin de su subordinación al eje occidental.
Lo que EE.UU. teme no es a Irán, sino a un mundo donde su capacidad de chantaje y coerción ya no sea suficiente para dictar las reglas del juego.
Desde las amenazas a Canadá, Dinamarca o Panamá previas a su toma de posesión, así como las maniobras en relación a Ucrania que han consolidado aún más el rol de Europa en ese conflicto, hemos visto como Trump no solo no teme a sus aliados, sino que pretende ponerlos firmes y a la orden. La estrategia de Donald Trump va a seguir un camino claro, asegurar la subordinación y mayor implicación de quien considera sus "socios". Si bien en el caso europeo puede salirle bien –al fin y al cabo, son potencias con intereses compartidos a los estadounidenses–, veremos si escalar un conflicto de mayores dimensiones en Oriente Medio reportaría los mismos beneficios o, por el contrario, aumentaría la distancia entre EE.UU. y sus aliados históricos en el Golfo.
Israel en el mapa
El papel de Israel en esta ecuación también es clave. Desde su fundación, Tel Aviv ha funcionado como el brazo armado del imperialismo en la región, un enclave colonial occidental al servicio de Londres, Washington y Bruselas. La agresión contra Gaza ha provocado una reacción en cadena a nivel regional e internacional. El discurso cínico de Donald Trump donde aseguraba que iba a convertir la Franja de Gaza en un destino de vacaciones, se acompaña en estos momentos de una ruptura del alto al fuego y de la denuncia, de nuevo, de que Israel está boicoteando la ayuda de entrada humanitaria a Gaza.
Este escenario ha expuesto la fragilidad israelí y ha acelerado su aislamiento diplomático. La ofensiva genocida en Gaza ya no cuenta con el respaldo incondicional de sus antiguos aliados árabes. Riad y Abu Dhabi han evitado un apoyo abierto, conscientes de que la opinión pública en sus países no toleraría una complicidad evidente con Tel Aviv y menos aún en el actual escenario.

El verdadero dilema de EE.UU. es que su respaldo incondicional a Israel se ha convertido en una carga. Mientras Washington insiste en defender lo indefendible, su credibilidad se desploma. El costo de sostener a Israel se ha vuelto demasiado alto, y la pregunta ya no es si EE.UU. mantendrá su apoyo, sino hasta cuándo podrá permitirse hacerlo sin que el precio político sea insostenible. Y del mismo modo, ¿podrá sobrevivir Israel sin el apoyo occidental?
Lo que ocurre en el mar Rojo, en ese sentido, es mucho más que un conflicto local. Es la expresión de una crisis hegemónica global. La respuesta de EE.UU. no es la de una potencia segura de su supremacía, sino la de un imperio que se aferra desesperadamente a un orden que ya no existe. Su problema no es Yemen, ni Irán, ni China o Rusia. Su problema es que el mundo ha cambiado, y ya no hay bombas suficientes para revertirlo. Aunque este ciervo herido parece que hará uso de todas las bombas que tenga a disposición.
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